Rosas

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viernes, 24 de junio de 2016

Yrigoyen y América

 Por Antonio J. Pérez Amuchástegui

En varias oportunidades nos hemos ocupado del desdén que la oligarquía paternalista, fiel a su concepción europeizante, tenía hacia los pueblos hispanoamericanos. La minusvaloración de lo bárbaro no se quedaba en el aspecto cultural, sino que se proyectaba también a las esencias raciales indo-hispanas, en tanto se consideraban generadoras de esa barbarie. “No son las leyes que necesitamos cambiar —decía sin ambages Juan Bautista Alberdi—: son los hombres, las cosas.” Y como complemento de su aforismo “gobernar es poblar” puntualizaba: “Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces de libertad, por otras gentes hábiles para ella. Si hemos de componer nuestra población para nuestro sistema de gobierno, si ha de ser lo más posible hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona. Ella está identificada al vapor, al comercio, a la libertad. La libertad es una máquina que, como el vapor, requiere para su manejo maquinistas ingleses de origen”.  La aplicación del consejo alberdiano fue realizada a medias, pues, a pesar de él y de quienes siguieron su línea, en vez de llegar ingleses con exclusividad se llenó el país de europeos de todas las nacionalidades en su mayoría meridionales, con la esperanza oficialista de “cambiar los hombres” a fin de hacer “la población para el sistema proclamado”, en vez de procurar un sistema adecuado a la población. Pero ocurrió que la inmensa mayoría de inmigrantes fueron italianos del sur y españoles, quienes hallaron muy razonable mezclarse con los nativos de las pampas.
LA TRADICION IMPUESTA  La puesta en obra del plan liberal pobló al país de gringos y gallegos que se afincaron tanto en el campo como en las ciudades. Y esos inmigrantes esforzados, con mayor o menor éxito en sus propósitos iniciales de hacer la América, formaron sus hogares, se cruzaron con el gauchaje y tuvieron hijos, muchos hijos, que un día fueron mayores y siguieron mezclándose con la gens rioplatense. La hibridación gaucho-gringa era grande ya a comienzos del siglo XX; pero por ninguno de los dos lados era dable descubrir aquel vínculo de cohesión nacional que, a su hora, había señalado Mitre como entidad indispensable para que la Argentina cobrara conciencia unitaria de su condición de país soberano. Tanto se había batido el parche de la barbarie, que lo autóctono se había trocado en desdeñable, al tiempo que lo europeo no podía fundirse en un espíritu nacional inexistente, ya que faltaba el nexo coligante de la destruida tradición.  Joaquín V. González fue de los primeros hombres del régimen que advirtieron esa grave falla, denunciada con firmeza muchos años antes por José Hernández. Y recordando con amor sus plácidas serranías riojanas y las mansas costumbres de tierra adentro, escribió “La Tradición Nacional” como llamada de atención al desdén oficial por lo autóctono. En esos momentos finiseculares advertía la oligarquía paternalista que los afanes europeizantes habían ido demasiado lejos, y pretendió parchar el sistema mediante la introducción forzada de un sentimiento tradicionalista sui generis, fabricando una historia de glorias inmarcesibles y próceres impolutos que impuso en la escuela a partir de 1903, merced a la reestructuración de la enseñanza llevada a cabo por Juan R. Fernández.  Fieles al criterio alberdiano de que hay que “hacer la población para el sistema proclamado”, vieron, seguramente de muy buena fe, que bastaría con exaltar un patriotismo a la europea para que se consolidara una tradición de estirpe también europea. Tanto, que era —y sigue siendo en algunos círculos— un lugar común hablar de la tradición liberal. Jamás pensaron que la tradición no se impone, sino que exuda espontánea de los comportamientos humanos y se manifiesta por fenómenos de pervivencia. Por eso mismo, en vez de resaltar los valores auténticos, que eran bárbaros, exaltaron la mimesis europeizante con el objeto de mostrar que la tradición argentina, de pauta liberal, nace en Mayo, resucita en Caseros y se consolida en Pavón al amparo de la civilización.
Las exageraciones llegaron hasta lo ridículo. El gaucho presentado por Hernández y el milico de los fortines desaparecieron como por encanto; en cambio, salió a relucir el gaucho patriota que luchó en las guerras de la Independencia con Güemes y que ya había desaparecido pero era capaz de incitar el heroísmo romántico. Al mismo tiempo, se destacaba que los próceres argentinos, y sólo ellos, habían marchado generosos por el continente para arrancar de la opresión a los débiles pueblos hermanos que, por lo mismo, estaban en eterna deuda de gratitud. De Bolívar, de Sucre, de O’Higgins, en fin, nada se decía, como si los llaneros y los huasos —primos de los gauchos heroicos— no hubieran existido en aquellos días venturosos. En vez de tradición, la farolería intrínseca de la élite siguió en la línea trazada por Sarmiento y postuló la argentinidad bajo el signo de la pedantería y el egoísmo. El sentimiento hispanoamericano que con tanto ahínco procuraron inculcar Moreno, Belgrano, Artigas, San Martín, Bustos, Rosas, Urquiza, Peñaloza, Felipe Varela y José Hernández, por dar algunos nombres muy representativos, se anquilosó en un engreimiento localista divorciado de toda conciencia solidaria.
EL SENTIMIENTO POPULAR  Pero la herencia hispanoamericana tiene algo muy peculiar seguramente nunca definido —quizá indefinible—, merced al cual se mantiene viva una morriña continental a pesar de los esfuerzos por destruirla. Durante los años de la guerra mundial, México se debatía en medio de una revolución de raigambre popular que entusiasmaba poderosamente a los pensadores hispanoamericanos de la clase media, quienes veían en Pancho Villa y sus conmilitones sendos representantes de la América oprimida que ansiaba liberarse de las oligarquías dominantes. Y es claro que al radicalismo intransigente —cuya masa estaba constituida por elementos de la clase media— eran muy gratas las reivindicaciones mexicanas. Además, la guerra europea fue un incitante del hispanoamericanismo, en tanto mostraba que las presiones foráneas habían forzado a casi todos los países del Nuevo Mundo a ingresar en una conflagración que les era ajena. Sólo Argentina, México, El Salvador, Paraguay y Venezuela se mantenían neutrales, y tal actitud era mirada con gran simpatía por parte de los pueblos hermanos embarcados en una guerra extraña sin saber para qué. 
Partidarios y detractores de Yrigoyen tienen que coincidir en que el caudillo tenía una sutil sensibilidad hacia lo multipartidario. Y por eso mismo, no escapaba a su intuición la pervivencia del espíritu bárbaro en las masas criollas de toda la América española, espíritu que los tanos y los gallegos inmigrantes habían hecho suyo en buena medida, por contagio o por atracción telúrica. 
Sus opositores, socialistas y conservadores, seguían aferrados al criterio civilizador, y por ello pensaban que era indispensable concurrir, aunque sólo fuera pro forma, a la defensa de esa Francia luminosa y esa Inglaterra librecambista, cunas de los modelos cultural y económico que el liberalismo europeizante había proclamado como ideales inmutables de vida. Por eso afirmaba Yrigoyen que los argumentos belicistas eran hijos de una desesperación centrada en “el espíritu de dependencia rendido de antemano por sujeción a intereses, o bien por una idea de inferioridad, fruto de una política sin fe ni principios”. Y puesta la vista en Hispanoamérica, decía en tono apodíctico: “Todo pueblo, todo grupo de pueblos hermanos tiene la obligación de guardar la paz. Sólo es dable quebrantarla para su independencia".    En verdad, no es fácil seguir el pensamiento de Yrigoyen a través de sus expresiones latas. La carga esotérica inherente a su estilo peculiarísimo, cuajado de alegorías y rebuscamientos retóricos, torna a veces ininteligible su significado al desprevenido lector. Afortunadamente, hay exégetas de Yrigoyen —como Gabriel del Mazo y Luis C. Alén Lascano— que facilitan la interpretación y permiten advertir un pensamiento profundo allí en donde la hojarasca oculta la médula.
Para Yrigoyen, la voz patria tenía contenidos distintos según el contexto. Unas veces quedaba limitada al terruño, otras al país, otras a Hispanoamérica, cosa que, por otra parte, es dable observar en muchos desde los días de la Independencia, aunque rara vez se advierte en el siglo XX.  Si la gesta independentista fue hispanoamericana; si el propósito de unidad perduró por muchos años a pesar del esfuerzo del liberalismo por desvirtuarlo; si la conciencia hispanoamericana explotó con la repulsa a la fratricida guerra contra el Paraguay, y si el espíritu continental de 1826 volvió a manifestarse en 1864 para estallar con violencia cada vez que un país hispanoamericano es afectado por fuerzas extrañas, no resulta raro que Yrigoyen pensara que su movimiento de reparación nacional no habría de limitarse a la Argentina, sino que tendría que extenderse a todo el “grupo de pueblos hermanos” cuyo pacifismo sólo podría quebrarse en aras de la independencia. Sobre tales bases es lícito, con Alén Lascano, dar trascendencia hispanoamericana al tan famoso como barroco párrafo de Yrigoyen: “Debíamos reintegrar la patria a la plenitud de su autoridad moral, al ejercicio soberano de sus fueros y al normal funcionamiento de sus facultades constitutivas, para que volviera a derivarse más allá de los tiempos, tal como surgiera en las emancipaciones y redenciones humanas, y restaurando todo lo perdido en el desastre pasado, fecundara su vida en progresiones superiores hacia sus infinitos destinos”. El caudillo había calado hondo en el sentimiento popular hispanoamericano, ávido de restaurar la tradición unificadora.
LA POLITICA EXTERIOR  Esas ideas de confraternidad no quedaron en meras expresiones de deseos. También Yrigoyen renovó en sus días los anhelos continentales de San Martín y Bolívar, y ensayó una formalización de esa unidad cuando convocó a los países neutrales de América a una reunión, a fin de fijar pautas comunes que facilitaran las relaciones fraternas durante el período de guerra, y fueran luego bases para una organización más o menos anfictiónica. Si el proyecto fracasó, ello nada quita al propósito sustentado.  En este caso las buenas intenciones no cristalizaron en obras positivas; pero hay hechos concretos de Yrigoyen que no dejan dudas respecto de la firmeza de sus convicciones hispanoamericanas. En primer lugar, debe señalarse su firme posición en cuanto a defender la integridad del Uruguay. Este país había entrado en guerra detrás de los Estados Unidos. Pero en el sur del Brasil, donde abundaban los colonos alemanes, hubo un intento indudable de invadir al Uruguay —inerme y desprevenido— a manera de represalia; y si bien el Brasil era, a la sazón, su aliado, la experiencia aconsejaba no prestar demasiada confianza a la poderosa nación vecina que tantas veces había dado pruebas de no abandonar sus pretensiones anexionistas. Las versiones sobre la invasión se agudizaron hasta el punto de que el ministro uruguayo de Relaciones Exteriores pasó a Buenos Aires, con el propósito de interesar a las autoridades argentinas y solicitarles auxilios mediante la venta de armamentos. En la oportunidad el ministro uruguayo entrevistó al presidente, quien calmó la angustia del visitante con una aseveración que confirma su espíritu fraterno: “Si por desgracia el Uruguay viera invadido su territorio, tenga el pueblo hermano la más absoluta seguridad de que mi gobierno no le vendería armas, sino que el ejército argentino cruzaría el río de la Plata para defender la tierra uruguaya”, Quien compare esa expresión con las escurridizas y ambiguas respuestas argentinas en 1864, y recuerde el protocolo Elizalde-Saraiva, comprobará que el cambio de frente operado en la Argentina no se redujo a una mera compilación de votos...
La política hispanoamericanista de Yrigoyen se evidencia también en su negativa rotunda a ratificar el pacto llamado de A.B.C., firmado en Buenos Aires el 25 de mayo de 1915 entre los ministros de Relaciones Exteriores de Argentina (José Luis Murature), Brasil (Lauro Müller) y Chile (Alejandro Lira), y que el Senado aprobó de inmediato casi sin discutir. Al margen de las interferencias extrañas que con buenos motivos se han aducido, es indudable que ese tratado representaba una alianza formal de las potencias del cono sur, con la aquiescencia de Inglaterra y de los Estados Unidos, con lo cual el resto de América sufriría presiones de la más diversa índole, creándose, subsidiariamente, recelos y desconfianzas fundadas. Desde el primer momento fijó Yrigoyen su punto de vista sobre el particular: “Yo no puedo aceptar eso —dijo con referencia al tratado del A.B.C. apenas asumió el mando— que coloca a tres naciones en un plano superior respecto de las demás. Eso no es justicia ni garantía de paz. Las nacionalidades que se quedan en la puerta han de sentir el enojo de la exclusión. Ningún pueblo se considera menos que otro, y establecer diferencias es ofender. No me extrañaría que esa fórmula fuese expresión de alguien que nos quiere dividir”. El gobierno argentino denunció el tratado del A.B.C., que quedó así en letra muerta. E Yrigoyen mantuvo su posición a pesar de su ministro Carlos A. Becú, quien renunció airado ante la tozudez del caudillo que se negaba a apoyar la formación de un bloque meridional en la América del Sur, cuya potencia aseguraba la hegemonía sobre el resto de los países hispanoamericanos. Por cierto que también esta actitud contrasta con el protocolo Derqui-Paranhos de 1857 y con el tratado de la Triple Alianza de 1865. Por el contrario, se adecúa exactamente a la unión hispanoamericana fijada en los tratados del 6 de junio de 1822, ratificada en Panamá en 1826 y ponderada en Lima en 1864, unión que los gobiernos liberales y porteñistas rechazaron siempre con olímpico desdén.   Si aún quedaran dudas de que Yrigoyen procuró restaurar la posición hispanoamericanista auspiciada por Miranda, promulgada por los revolucionarios de Mayo, defendida por Artigas, declarada expresamente por los congresistas de 1816, impuesta a punta de sable por San Martín y añorada por cuantos se declararon federales antes y después de Pavón, bastará para despejarlas la virtual protesta argentina por el doblegamiento de la soberanía dominicana.
Desde 1865, en que la República Dominicana había obtenido su formal independencia tras expulsar a los españoles, los Estados Unidos ejercitaron en ese país actos de fuerza, ya con el pretexto de evitar las agresiones de Haití, ya con el de salvar difíciles situaciones financieras de los gobiernos isleños. No satisfechos con la entrega de las aduanas, en 1916 ocuparon, por fin, militarmente el territorio, manteniendo esa situación hasta 1924. En las postrimerías del mes de enero de 1919 el crucero 9 de Julio, de la Armada argentina, navegaba por aguas dominicanas, de regreso de un viaje a México para transporta: los restos mortales del embajador mexicano en Buenos Aires, Amado Nervo.  La nave de guerra, en gesto de confraternidad, tocaba las costas que hallaba a su paso para rendir homenaje a los respectivos pabellones; mas, dada la situación en que se hallaba Santo Domingo, el capitán se comunicó con el Ministerio de Marina, a fin de pedir instrucciones precisas. Consultado Yrigoyen, dio de inmediato una respuesta contundente: “Id y saludad al pueblo dominicano”. Llegado a puerto el acorazado, no tardaron los independentistas en enterarse de la decisión presidencial, y un grupo de patriotas fabricó con trapos una bandera dominicana que fue enarbolada precariamente. A la vista de ella, el comandante de la nave ordenó saludarla con una salva de cañonazos, y luego el 9 de Julio continuó su navegación hacia el sur, El acontecimiento provocó los más entusiastas comentarios en todos los países hispanoamericanos, aunque no advirtieran, seguramente, los comentaristas, que el nombre del navío rememoraba la fecha en que se declaró la Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica...
EL DIA DE LA RAZA  La generación del 37 y sus epígonos de Pavón se dedicaron con fruición a condenar en todos los extremos la herencia hispánica. El idioma se salvaba a medias, quizá porque ninguno de los detractores dominaba otra lengua con fluidez; pero los aspectos institucionales y culturales del régimen colonial hispano fueron denigrados a más no poder. Era harto común la afirmación de que la barbarie hispanoamericana había sido la resultante necesaria de la incompetencia española, ahíta de supersticiones anacrónicas, ahogada por una tradición despótica y ceñida a una legislación ultramontana que había sido aplicada arbitrariamente a las tierras conquistadas. La leyenda negra en torno de la España descubridora y conquistadora hacía empalidecer los cuadros más tenebrosos que los volterianos pudieran haber pintado sobre el medievo. Sólo atraso, ignorancia, dolor y lágrimas debía América a la Madre Patria según estos demoledores de la hispanidad que, al mismo tiempo, ponderaban hasta la excelsitud las delicias del racionalismo inglés y del libérrimo espíritu de Francia. Estaban absolutamente convencidos de que el tecnicismo estadounidense era producto forzoso de la herencia anglosajona; paralelamente, sostenían que la molicie criolla derivaba de la holgazanería indígena apoyada en la inopia cultural hispana. En cualquier libro de Sarmiento —excepto algunos de su vejez— hallará, quien sepa leer, esas premisas fundamentales, consideradas axiomáticas por los hombres cultos de su generación —aunque Mitre solía ponerlas en duda— y aceptadas sin análisis por el grueso de la oligarquía paternalista. Todavía las creen a pie juntillas muchas maestras normales de rancia estirpe sarmientina.    El iluminismo primero, el seudorromanticismo echeverriano después, y por último el positivismo spenceriano, clavaron lujuriosamente sus garras en la evangelizadora España. La influencia poderosísima de esas corrientes en toda América concurrió a generalizar el desdén hacia la obra civilizadora de los españoles, e incluso a ridiculizar las formas de vida impuestas en las Indias. Y si alguna ponderación se hacía a las reformas impuestas por Carlos III —déspota ilustrado que curiosamente tiene patente de liberal—, se dejaba constancia expresa de que éstas estaban inspiradas en instituciones francesas y en ideologías sajonas.
Lo español tenía que ser opaco, necio, malo, y todos los defectos de los hispanoamericanos llevaban necesaria e indefectiblemente los estigmas heredados del indio salvaje y del español inculto. De esa nefasta simbiosis no podía salir otra cosa que una raza bárbara, cuyo reemplazo era imperativo fundamental de la civilización... “Desaparecido el indio con la técnica del rémington —apunta Gabriel del Mazo—, negado lo español, despreciado el criollo y el gaucho, quedaba rota la tradición y sofisticada nuestra autonomía”. Y es claro que si Yrigoyen llamaba regeneradora a la causa que acaudillaba, tenía que revisar esos valores que el régimen había oficializado. En sus días la reivindicación de lo hispanoamericano era anhelo generalizado en la joven burguesía intelectual en ascenso, ansiosa por romper los viejos esquemas. Bien prueba este aserto el manifiesto liminar de la reforma universitaria, que dice: “La juventud argentina de Córdoba a los hombres de Sud América: creemos no equivocarnos; las resonancias del corazón lo advierten; estamos pisando una revolución; estamos viviendo una hora americana”.
Ahora se entenderá mejor por qué el presidente Hipólito Yrigoyen, que asumió el poder el 12 de octubre de 1916 —424 aniversario del arribo de Colón— quiso dar a esa fecha coincidente un contenido tradicionalista de profunda raigambre indo-hispánica, y el 4 de octubre de 1917 expidió un decreto por el que declaró fiesta nacional el 12 de Octubre, imprimiéndole el carácter de Día de la Raza.
Las expresiones del presidente, en ese documento, carecen del matiz esotérico propio de su rebuscado estilo; tanto, que se puso en duda si la declaración fue obra suya o de algún comedido amanuense. Cupo a Enrique Larreta despejar la duda mediante la consulta directa a Yrigoyen en presencia del ingeniero Manuel J. Claps; y así pudo afirmar, cuando inauguró en Sevilla el Pabellón Argentino (1929) que el decreto de referencia fue escrito de su puño y letra por Yrigoyen. Años más tarde, Claps ratificó esa certidumbre a Luis C. Alen Lascano.    Tanto España como los países de estirpe hispánica aceptaron con indecible júbilo el establecimiento del Día de la Raza y la resolución de festejarlo con fiesta nacional el 12 de octubre. Sin duda, el enigmático caudillo quiso dejar, esta vez, claramente expuesto su pensamiento sobre la hermandad hispanoamericana, y su convicción de que esos pueblos habrán de afirmarse y sostenerse en el destino común heredado por la sangre y la historia.
FIESTA NACIONAL HISPAN0-AMERICANA
“El descubrimiento de América es el acontecimiento de más trascendencia que haya realizado la humanidad a través de los tiempos, pues todas las renovaciones posteriores se derivan de este asombroso suceso, que al par que amplió los lindes de la tierra abrió insospechados horizontes al espíritu. “Se debió al genio hispano —al identificarse con la visión sublime del genio de Colón— efemérides tan portentosa, cuya obra no quedó circunscripta al prodigio del descubrimiento, sino que la consolidó con la conquista, empresa ésta tan ardua y ciclópea que no tiene términos posibles de comparación en los anales de todos los pueblos.
“La España descubridora y conquistadora volcó sobre el continente enigmático y magnífico, el valor de sus guerreros, el denuedo de sus exploradores, la fe de sus sacerdotes, el preceptismo de sus sabios, las labores de sus menestrales; y con la aleación de todos estos factores, obró el milagro de conquistar para la civilización la inmensa heredad en que hoy florecen las naciones a las cuales ha dado, con la levadura de su sangre y con la armonía de su lengua, una herencia inmortal que debemos afirmar y mantener con jubiloso reconocimiento".
Hipólito Yrigoyen


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