Rosas

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miércoles, 1 de noviembre de 2017

Manuela Sáenz y Bolívar se encuentran en Caracas

Por Luis Britto García

El 16 de junio de 1822 los patriotas entran triunfalmente a Quito. Una joven lanza una corona de rosas al caballo del Libertador, y le acierta al jinete en el pecho. Bolívar saluda con su sombrero pavonado, y después comenta sonriente: «Señora: si mis soldados tuvieran su puntería, ya habríamos ganado la guerra a España».  Con esta escena, que pareciera inventada por Stendhal, cierta historiografía quiso reducir la relación de Bolívar y Manuela Sáenz a la del héroe galante y la admiradora apasionada. Pero en la recepción que sigue Manuela le discute de estrategias militares, Bolívar le cita en perfecto latín a Virgilio y Horacio, ella le recita a Tácito y Plutarco, y anota que “no sólo admiraba mi belleza sino también mi inteligencia”. Bolívar es más que guerrero; Manuela, mucho más que el reposo del guerrero.  No es por casualidad que los tres seres más cercanos al afecto de Bolívar fueran una esclava, un pedagogo sin padres conocidos y una mujer liberada. 
 
Hija ilegítima, de colegio de monjas en colegio de monjas Manuela pasó en 1817 a casada en Lima con el maduro médico James Thorne, de allí a militante de la emancipación y conspiradora que logra que el batallón realista “Numancia” adhiera a la causa patriota. Tras tomar Lima en 1821, el general San Martín la honra con el título de Caballeresa de la Orden del Sol del Perú. En 1822 participa por cuenta propia en tareas de apoyo, socorro y los heridos e inteligencia en la batalla de Pichincha. El año inmediato, disuelve un motín en Quito. De no haber conocido al Libertador, Manuela hubiera entrado en la Historia por derecho propio. Pero Dios los cría y ellos se juntan. El amor une a Manuela y Bolívar en esa pasión de cuerpo e intelecto llamada Revolución. Manuela lo ama porque lo entiende: “Me di perfecta cuenta que en este señor hay una gran necesidad de cariño; es fuerte, pero débil en su interior de él, de su alma, en donde anida un deseo incontenible de amor”.
Bolívar le consulta sobre el general San Martín: “¿Sabe usted, señora, con qué elementos puedo, de su intuición de usted, convencer a este señor general, para que salga del país sin alboroto, desistiendo de su aventura temeraria de anexar Guayaquil al Perú?” Manuela es amiga íntima de Rosa Campuzano, dilecta de San Martín, y hace de él un retrato que es decisivo para el curso de la Entrevista de Guayaquil, que se celebra en mayo de 1822 (Diario de Paita, 192). El ejército libertador vuela con las alas del ideal republicano y se arrastra con el menudo paso de las intrigas locales. En esta intrincada madeja Manuela ve y juzga lo que la abstracción intelectual no penetra o no quiere reconocer. Advierte que Francisco de Paula Santander es opuesto a la campaña de liberación del Perú y que sólo espera a que Bolívar pase a ese país para hacer que el Congreso lo desautorice y lo deje desamparado y sin pertrechos en territorio hostil. Manuela le aconseja que date sus cartas como si todavía estuviera en territorio grancolombiano. Cuando a pesar de ello los libertadores quedan librados a sí mismos, apunta que “inmediatamente remedié con un consejo de lo necesario que era para ese momento; y con todos los poderes de los cuales Simón fue investido, comenzar a solucionar todos los problemas de organización, de avituallamiento, de pagos a los soldados, de permisos, de reclutamiento, etc. etc.” Y añade: “Juntos movilizamos pueblos enteros a favor de la revolución de la Patria. Mujeres cosiendo uniformes, otras tiñendo lienzos de paños para confeccionarlos, y lonas para morrales. A los niños los arengaba y les pedíamos trajeran hierros viejos, hojalatas, para dundir y hacer escopetas o cañones; clavos, herraduras, etc. Bueno, yo era una comisaria de guerra que no descansó nunca hasta ver el final de todo”(Diario de Paita, 197-199). Y así se liberó el Perú, y se emancipó América.
Si el amor acompaña la pasión revolucionaria, no la sustituye. Como confiesa a Luis Perú de La Croix el Libertador, que era tan puntilloso en no favorecer parientes ni allegados: “¿No ve usted? ¡Carajos! De mujer casada a Húzar, secretaria y guardián celoso de los archivos y correspondencia confidencial personal mía. De batalla en batalla, a teniente, capitán y por último, se lo gana con el arrojo de su valentía, que mis generales atónitos veían; ¡coronel! ¿Y qué tiene que ver el amor en todo esto? Nada.” Había intentado desafiarla describiéndole las durezas de la campaña venidera: “¿A que no te apuntas? Nos espera una llanura que la Providencia nos dispone para el triunfo.¡Junín! ¿Qué tal?” Y la Caballeresa contesta: “¿Qué piensa usted de mí! Usted siempre me ha dicho que tengo más pantalones que cualquiera de sus oficiales, ¿o no?” Y por su participación en Junín, “visto su coraje y valentía de usted”, Bolívar le otorga “el grado de Capitán de Húzares; encomendándole a usted las actividades económicas y estratégicas de su regimiento, siendo su máxima autoridad en cuanto tenga que ver con la atención a los hospitales”. También le encomienda “hacerme llegar informes minuciosos de todo pormenor, que ninguno de mis generales me haría saber”. Por momentos Bolívar ve con los ojos de Manuela, que son los del amor y los de la inteligencia.
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Bolívar se crece en las dificultades, Manuelita en las separaciones. Sola se va para Ayacucho, bajo las órdenes de Sucre, y al recibir la carta de éste, Bolívar le reconviene que “mi orden, de que te conservaras al margen de cualquier encuentro peligroso con el enemigo, no fuera cumplida”. Pero la Caballeresa ha combatido y vencido, y su enamorado le manifiesta que “recojo orgulloso para mi corazón, el estandarte de tu arrojo, para nombrarte como se me pide: Coronel del ejército colombiano”.

Manuela cuida la salud del Libertador pero toma constantemente la temperatura de la fiebre de la pequeñez de los libertados. A veces acierta donde el guerrero se confía. El 26 de marzo de 1828 Bolívar le escribe desde Bogotá: “Gracias doy a la Providencia por tenerte a ti, compañera fiel. Tus consejos son consentidos por mis obligaciones, tuyos son todos mis afectos. Lo que estimas sobre los generales del Grupo “P” (Paula, Padilla, Páez) no debe incomodarte; deja para las preocupaciones de este viejo, todas tus dudas”. El 7 de agosto Manuela confirma: “Tengo a la mano todas las pistas que me han guiado a serias conclusiones de la bajeza en que ha incurrido Santander, y los otros, en prepararle a usted un atentado. Horror de los hororres, usted no me escucha, piensa que sólo soy mujer”. Pero en septiembre de ese año estalla en Bogotá un intento de asesinato contra Bolívar promovido por Francisco de Paula Santander. Los conjurados entran a sangre y fuego en los aposentos del Libertador, quien hace armas. Manuela lo convence de que escape por un balcón y enfrenta ella a los asesinos, para confundirlos. Tras una noche de pesadilla, las milicias aclaman a Bolívar, éste sale a comandarlas. El 2 de octubre de 1830, tras despedirse del poder, se despide de su amor: “Donde te halles, allí mi alma hallará el alivio de tu presencia aunque lejana. Si no tengo a mi Manuela ¡No tengo nada!”
La muerte de Bolívar camino del exilio el 17 de diciembre de 1830 es también la de la Gran Colombia, que rápidamente se desintegra, y un poco la de Manuela, a quien expulsan de la Nueva Granada. Sobrevive a duras penas en Jamaica, de donde vuelve a Guaranda, en Ecuador, para intentar inútilmente cobrar la herencia de su padre. En 1835 el presidente de Ecuador, Vicente Rocafuerte, decide que “por el carácter, talentos, vicios, ambición y prostitución de Manuela Sáenz, debe hacérsele salir del territorio ecuatoriano, para evitar que reanime la llama revolucionaria”. En lo último está completamente acertado. Quien sacrificó su vida por la libertad de los dos países, ahora no encuentra acogida en ninguno.
La peregrina debe huir al Perú, donde se instala en Paita, puerto apenas frecuentado por balleneros y por celebridades que acuden de los confines del mundo a conversar con la Caballeresa, que sobrevive traduciendo correspondencias del inglés, preparando conservas, haciendo cadenetas y encajes, atendiendo enfermos y parturientas con la condición de que sus niños se llamen Simón. Herman Melville, tripulante de un ballenero, acopia las experiencias que le depararán sitial inconmovible en la literatura universal. Giuseppe Garibaldi escribirá después que: “Doña Manuelita de Saenz era la más graciosa y amable matrona que nunca yo haya conocido; ella había sido la amante de Simón Bolívar, y conocía las más menudas circunstancias de la vida de este gran Libertador de América del Sur, cuya vida entera, consagrada a la emancipación de su país, junto a sus grandes virtudes, no lo salvaron del acoso de la envidia y del jesuitismo de sus coterráneos, que le amargaron los últimos días”. Simón Rodríguez conversa largamente y parte para no volver, dirigiéndole la más desgarradora de las despedidas: “Dos soledades no pueden hacerse compañía”.
En 1856 un brote de difteria azota Paita. Manuela va para el cementerio, las autoridades ordenan quemar su casa por razones sanitarias, y el general Antonio de la Guerra entra en el incendio y salva un cofre lleno de papeles chamuscados y recuerdos. Los restos de Manuela se pierden. Escribirá después Neruda: “Y no sabían dónde/ falleció Manuelita/ Ni cuál era su casa/ ni dónde estaba ahora/ El polvo de sus huesos”.
El 5 de julio de 2010 los restos simbólicos de Manuelita Sáenz se encuentran con los de Simón Bolívar en el Panteón Nacional de Caracas. Siempre hemos sabido dónde estaban: esas cenizas son el continente que pisamos. Ni la libertad que sembraron ni la pasión que sintieron se han extinguido. Como dijo Quevedo en “Amor constante más allá de la muerte”: Polvo serán, mas polvo enamorado.

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