Rosas

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miércoles, 31 de enero de 2018

BERNARDO DE MONTEAGUDO ( 1789 – 1825 )

Por Juan Carlos Jara
Algunos días antes de la crucial batalla de Ayacucho (1824), que terminará definitivamente con el poder monárquico español en estas latitudes, Simón Bolívar envía una circular a los demás gobiernos americanos, en la que afirma: “Después de quince años de sacrificios consagrados a la libertad de América, para obtener el sistema de garantías que en paz y en fuerza sea el escudo de nuestro nuevo destino, es tiempo ya de que los intereses y las relaciones que unen entre sí a las repúblicas americanas, antes colonias españolas, tengan una base fundamental, que eternice, si es posible, la duración de estos gobiernos”. Para ello invita a los gobiernos a enviar sus representantes al CongresoAnfictiónico a realizarse en el Istmo de Panamá con el objetivo de coronar esa anhelada confederación.  Lo que no suele mencionarse es que el auténtico mentor de ese proyecto de unión americana y redactor del manifiesto –al que Bolívar brindará, por cierto, todo su apoyo- fue un tucumano de vida y muerte novelescas, amigo de aventuras galantes y fervoroso patriota. “Un hombre grande y terrible” –como lo definió Benjamín Vicuña Mackenna- que “concibió la colosal tentativa de la alianza entre las Repúblicas recién nacidas”. Ese hombre era Bernardo de Monteagudo. “Muerto él –afirma el historiador chileno-, la idea de la Confederación Americana que había brotado en su poderoso cerebro, se desvirtuó por sí sola”.
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Si bien es cierto que no fue la muerte de Monteagudo, sino los mezquinos intereses de las oligarquías portuarias, los que desvirtuaron y echaron por tierra el sueño bolivariano de la anfictionía, tampoco se puede negar que este inflexible jacobino, este abogado graduado en la turbulenta Chuquisaca de 1808, fue toda su vida un afanoso propulsor de la idea de independencia y unidad hispanoamericanas.
Colaborador de Castelli en el Alto Perú, miembro del partido morenista en Buenos Aires y hombre de extrema confianza de San Martín y de Bolívar, su pensamiento y su acción se pueden resumir en esta frase: “Yo no renuncio a la esperanza de servir a mi país, que es toda la extensión de América”.
Había nacido en Tucumán el 20 de agosto de 1789 e ingresó a la vida política como uno de los líderes de la insurrección de Chuquisaca, el 25 de mayo de 1809. Ésta termina ahogada en sangre y el joven abogado en la cárcel. Con ayuda de una mujer logra huir, más de un año después, cuando ya en Buenos Aires se ha producido la revolución que depuso al virrey Cisneros. Monteagudo se incorpora al Ejército del Norte, comandado por Antonio González Balcarce y su ex condiscípulo Juan José Castelli, quien lo designa su secretario personal y auditor de guerra. Acompaña a Castelli y al ejército hasta el desastre de Huaqui (20-6-1811), partiendo luego hacia Buenos Aires, donde lidera de inmediato a los grupos de jóvenes patriotas que van a reorganizar las huestes morenistas nucleándose en la Sociedad Patriótica. Redactor de la Gazeta de Buenos Aires, aboga por el fusilamiento del conspirador absolutista Manuel de Álzaga. En octubre de 1812, como inspirador intelectual de la fracción morenista, participa en el golpe que derroca al Primer Triunvirato, ganándose la eterna animosidad de Rivadavia y, sobre todo, de Pueyrredón.
Ya miembro activo de la logia de “Los caballeros nacionales”, conocida como Logia Lautaro, apoya al Segundo Triunvirato y a la Asamblea del año XIII, en su intento (vacilante, por cierto) de retomar las banderas liberal-nacionales de Moreno. En 1815, a la caída del gobierno directorial de Alvear, con el que coopera estrechamente, toma el camino del exilio hacia Europa donde permanecerá dos largos años.  De regreso al Río de la Plata, en 1817, se dirige a Mendoza y luego a Chile, donde San Martín –por mediación de O’Higgins (para eludir la censura de Pueyrredón)- lo designa auditor de guerra del ejército libertador. En esa circunstancia, se encarga de redactar el acta de la independencia chilena.

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Después de la derrota de Cancha Rayada, otra vez en Mendoza, desempeña un papel clave (probablemente encomendado por la Logia) en el juicio y ejecución de Luis y Juan José Carrera, revolucionarios chilenos enemigos de O’Higgins y San Martín.
En 1820, luego de una corta estada en San Luis, vuelve a ser nombrado auditor de guerra del ejército sanmartiniano, haciendo con él la campaña del Perú. Una vez en Lima, San Martín lo designa ministro de Guerra y Marina, sumando más tarde la cartera de Gobierno y Relaciones Exteriores. En esos cargos, además de propender enérgicamente a la extensión de la cultura y la instrucción públicas, se gana el encono del partido “peruanista” por sus iniciativas en procura de la unión con Colombia.  Cuando en 1822 San Martín se embarca hacia Guayaquil para entrevistarse con Bolívar, lo deja como su hombre de confianza en el gabinete del Perú. Pero las intrigas de sus enemigos eclosionan el 25 de julio de ese año, durante la ausencia de San Martín, y Monteagudo es obligado a renunciar y desterrado del territorio peruano.
Trasladado a Guayaquil, se convierte en consejero y hombre del más íntimo entorno de Bolívar, quien lo lleva con él a Lima en diciembre de 1824. Allí será asesinado un mes después –el 28 de enero de 1825- cuando va camino de una cita amorosa, por orden de uno de sus enemigos jurados: José Sánchez Carrión, dilecto representante de la oligarquía limeña.
Pocos días antes, el tucumano había comenzado a redactar uno de sus escritos más importantes: “Ensayo sobre la necesidad de una federación general entre los estados hispanoamericanos y plan de su organización”, notable documento geopolítico, lamentablemente inconcluso, en el que plasma la que fue idea central de los grandes patriotas del continente, comenzando por el propio Monteagudo: “… formar un foco de luz que ilumine a la América; crear un poder que una las fuerzas de catorce millones de individuos; estrechar las relaciones de los americanos, uniéndolos por el gran lazo de un congreso común, para que aprendan a identificar sus intereses y formar a la letra una sola familia”.
Sus aportes a la revolución latinoamericana no han sido aún reconocidos. Mientras algunos historiadores lo califican de exasperado defensor de los ideales de la Revolución Francesa, otros en cambio, le adjudican vicios e toda índole –“lúbrico, cínico”- para descalificarlo e incluso algunos, desde su perspectiva racista creen denigrarlo al sostener, con énfasis, “sus rasgos amulatados”.

lunes, 29 de enero de 2018

El Carnaval en los tiempos de Don Juan Manuel

Por el Profesor Jbismarck
La costumbre de mojarse uno a otro en carnaval, la trajeron los españoles, a pesar que en España el carnaval cae en invierno.  En 1771 el Gobernador de Buenos Aires Juan José Vertíz implantó los bailes de carnaval en locales cerrados. La  gente, se metía en las casas y reventaban huevos por todos lados, hasta robaban y rompían los muebles.  Los excesos no disminuían, y si lo hacían era por poco tiempo. El 13 de febrero de 1795 el virrey Arredondo promulgó el bando acostumbrado prohibiendo "los juegos con agua, harina, huevos y otras cosas".   En los años siguientes a la Revolución de Mayo, se volvió muy común entre la población, en especial entre las mujeres, la costumbre de jugar en forma intensa con agua. Para ello utilizaban todo tipo de recipiente, desde el modesto jarro, hasta los huevos vaciados y rellenos de agua con olor a rosa, pasando por baldes, jeringas, etc.   Los huevos eran vaciados y llenos con agua, pero no siempre con agua aromatizada, a veces solo se tiraban huevos podridos.  En los tiempos de Juan Manuel de Rosas, el carnaval era esperado con mucho entusiasmo, en especial por la gente de color, protegidos de Rosas.   Para el carnaval de 1836 se permitieron las máscaras y comparsas, siempre y cuando gestionasen anticipadamente una autorización de la policía. Para esta época el carnaval estaba ya muy reglamentado para prevenir desmanes. Solo se permitía el juego en los tres días propiamente dichos de carnaval, y el horario era anunciado desde la Fortaleza (actual Casa Rosada) con tres cañonazos al comienzo, 12 del mediodía, y otros tres para finalizar los juegos, al toque de oración (seis de la tarde). También se tiraban cohetes, para los cuales había que tener permiso de la policía. 
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 Las costumbres del carnaval, en época de Rosas, fueron cayendo en excesos, llegando hasta el máximo desbordamiento. La gente se divertía muchísimo, no había ni clase ni estrato social que no jugara al agua en carnaval. Pero como en todo estaban los exagerados, que llegaban a las manos, y muchas veces ocurrían desgracias. También estaban los que no disfrutaban de estos juegos y no dejaban de quejarse por medio de revistas y periódicos. Muchos de estos últimos se iban de la ciudad por esos tres días de carnaval. Los excesos, ¿cuáles eran los excesos?, se preguntaran. Estaban los que aprovechaban para entrar en las casas y robar, los que se aprovechaban de las mujeres que jugaban al carnaval, manoceandolas, rompiendo sus ropas y hasta violando. También se catalogaban como excesos algunos que ahora son muy comunes en carnavales como los de Río de Janeiro o Gualeguaychu: "Las negras, muchas de ellas jóvenes y esbeltas, luciendo las desnudeces de sus carnes bien nutridas...", decía José M. Ramos Mejía de esa época.   Los negros, divididos en naciones, concentraban sus actividades en la parroquia de Monserrat, conocida también por Barrio del Mondongo y Barrio del Tambor, y en San Telmo. Se agrupaban en una especie de sociedades mutualistas y tenían sus sitios o tambos, donde celebraban sus ritos con reminiscencias africanas y sus candombes ensordecedores.  Don Juan Manuel de Rosas, seguido por una corte de funcionarios y amigos, solia concurrir a los huecos donde los negros llevaban a cabo sus fiestas. Puede citarse una visita realizada al candombe de la nación Congo Augunga, allá por 1837, en la esquina que hoy forman las calles San Juan y Santiago del Estero. Vistiendo su relumbrante uniforme de brigadier general y acompañado por esposa, doña Encarnación Ezcurra, su hija Manuelita y demás séquito, Rosas recibió con gesto solemne el juramento de lealtad de sus amigos fieles, para contemplar luego el baile de los morenos, que en tal ocasión no lo hicieron en rueda, sino por parejas, interpretando una samba o semba, que era acompañando por el tam-tam de los grandes tambores.  Por su parte, Manuelita, juntamente con sus amigas Juanita Sosa y Dolores Marcet, muchos domingos por la tarde asistía a la cofradía situada en la Quinta de Las Albahacas, de los Pereyra Lucena, en México y Perú. El salón estaba alfombrado con bayeta colorada y al fondo se veían tres grandes sillones, también colorados. El del centro era reservado para Manuelita, y los otros dos, para el rey y la reina.    A propósito de los vínculos de simpatía existentes entre la hija del Restaurador y la gente de color, en el completísimo Cancionero de Manuelita, reunido por Rodolfo Trostiné, figura un himno que en 1848 las negras dedicaron a su protectora, cantándolo en sus fiestas. Consta de 23 cuartetas, y la primera de ellas expresa:
¡Qué dicha a las Congas
les cabe, señora,
teneros por reina
y fiel protectora!
Luego, el coro iba respondiendo:
Al son del candombe,
las Congas bailemos,
y a nuestra gran reina,
canción entonemos.
José Luis Lanuza, recopiló versos y coplas que reflejan ese acoplamiento espiritual –interesado, quizá, por una de las partes– entre las naciones y su protector, don Juan Manuel. Entre ellos, se encuentra una supuesta carta de "la negra Catalina" a Pancho Lagares, que publicó en 1830 el semanario El Gauchito:
Ya vites en el candombe
cómo glitan los molenos:
¡Viva nuestlo padle Losas,
el gobelnadol más bueno!
No menos pintoresco resulta el diálogo que sostienen la morena Juana y el negro Pedro José, publicado en El Torito del Once el 24 de diciembre de 1830:
–Juana:
¿Diánde vení, condenao?
¿Dónde pasó la semana?
Apotaría que utesí
ha hecho enojá a mi ama.
–Pedro José:
Milá, negla bosalona,
uté no me haga labiá,
no me ande utesí moliendo
polque la he castigá.
Uté ya sabe que yo
soy moleno fedelá,
y si no se aguanta pulgas,
no me venga uté a emblomá.
–Juana:
¿Y qué me quiele decí
uté con sel fedelá?
Yo también muelo por Losas
y soy molena cabal.
–Pedro José:
Mañana es sábalo, y yo,
a utesí, que é mi mujel,
la he de llevar al candombe
polque va il Juan Manuel.
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El martes de carnaval se llevaba a cabo una llamativa ceremonia, conocida como Día del entierro, cuya realización se prolongó hasta después de la caída de Rosas, al reanudarse los festejos. En la fecha señalada, los vecinos de cada barrio colgaban en un lugar determinado un muñeco hecho de paja y género, al que denominaban Judas, que luego era quemado, en medio del regocijo general. En la era rosista se estilaba simbolizar en el muñeco la figura de algún enemigo político del Restaurador, elegido generalmente entre los unitarios emigrados.  El más importante de estos actos solía realizarse en la plaza Monserrat, que contaba con el marco que le brindaban las tropas de carretas llegadas del interior, cargadas con frutos del país, el sinnúmero de ranchos de barro y paja que abundaban en esos lugares y la famosa Calle del Pecado, llamada sucesivamente Fidelidad y Aroma, que se extendía paralelamente entre las actuales Moreno y Belgrano, donde se levanta el edificio del ex ministerio de Obras Públicas.  El espectáculo era presenciado por una especialísima concurrencia compuesta por soldados de la Federación, negrada del Barrio del Mondongo y algunos funcionarios, figurando en ella más de una vez el mismo Restaurador, que solía presentarse envuelto en un amplio poncho pampa. Lo hacía generalmente acompañado por un grupo de correligionarios, todos montados en caballos que lucían arreos de plata y recados a la usanza criolla, llevando a la vez una testera de plumas rojas y una larga cinta del mismo color en la cola. Más tarde se agregaron compadritos, cuchilleros, tahúres, vagabundos y mujeres de baja estofa, provenientes de las fondas y casas de juego de la Calle del Pecado. Con ellos alternaban curtidos conductores de carretas, reseros de ruda estampa, guitarreros, payadores y muchas familias afincadas en las cercanías desde los tiempos en que funcionaba allí la plaza de toros, inaugurada en 1791.  Mucho de cierto y no poco de leyenda late en los relatos que dejó tras de sí el carnaval de Rosas. A cuenta de la triste fama alcanzada por la mazorca, algunos escritores, dando libre vuelo a la imaginación, o llevados tal vez por las pasiones políticas, legaron una visión casi infernal de aquellas conmemoraciones, que parecían evocar la Noche de San Bartolomé, pero repetida en serie. Sin embargo, debe convenirse en que muy pacíficas no debieron de ser, puesto que el Restaurador, confirmando cuanto expresaron Ramos Mejía, Paz y López, con una plausible propósito que no debe desconocerse, a fin de poner corto a los desmanes y evitar escenas no ya sólo poco decorosas, sino repulsivas, resolvió prohibir los festejos...

domingo, 28 de enero de 2018

Roque Sáenz Peña

Por el Licenciado Carlos Pistelli

Don Roque ha nacido en 1852, en medio de una familia “rosista”. Su vida plagada de aventuras lo lleva en sus años mozos a pelear del lado peruano en la guerra contra Chile por las salitres y la salida al mar boliviana. En Perú le consideran héroe. Recorre Europa y finalmente recae en Argentina donde se pone del lado del juarizmo contra Roca, fundando el “Modernismo”. Ministro en varios congresos “panamericanos”, en su fobia hacia los Estados Unidos y su “América para nosotros, los americanos”, pronunciará su célebre “América para la humanidad”.  Figueroa Alcorta busca presidente. Pudo ser Estanislao Zeballos si hubiera sido más prudente cuando fue su canciller. Cuando los rivales se le adelantan queriéndole imponer candidato, Alcorta recurre a un viejo amigo: don Roque.  Eran viejos juaristas antiroquistas que las tenían todas consigo. Cárcano, Julio Costa, Indalecio Gómez auspician al candidato. Los republicanos, como se llamó el viejo partido mitrista, liderado por Guillermo Udaondo, ex gobernador bonaerense en 1894, y el diario La Nación son crueles con don Roque: “el general peruano” no puede presidir la República.  Figueroa impone todos los recursos presidenciables e interviene los distritos donde la candidatura “no encuentra calor”. Udaondo recorre el país y la propia capital, vitoreado por propios y extraños: Se lo tiene como a un candidato “popular”. Pero el 6 de marzo de 1910, en las elecciones que se elige senador porteño, pierde su candidato inexplicablemente. Decide la “abstención”. El triunfo de don Roque fue canónigo, y un elector amigo votando por otra persona le ahorró el hecho de ser electo de “forma unánime” en el Colegio de Electores. Estuvo cerca de emular al Mitre de 1862.  

Roque Sáenz PeñaSáenz Peña tendrá la chance que Roca le había escamoteado en 1892, cuando haciendo elegir a su padre don Luís, le cortó las piernas.   Formó un primer gabinete de renovación:  .Interior: Indalecio Gómez, salteño y su amigo personal; .Cancillería: Ernesto Bosch, porteño y también su amigo; .Instrucción pública: Juan Mamerto Garro, cordobés, radical “bernardista”, candidato a vicepresidente en 1892.  .Hacienda: José Ma. Rosa, uno de los fundadores del Banco Nación y de brillante desempeño en el 2do gobierno de Roca.  .Obras Públicas, Ezequiel Ramos Mexía, miembro prominente de la oligarquía, continuaba en el cargo que ocupó con Figueroa, y era amigo de Peña también.  .Agricultura: Eleodoro Lobos, porteño, seguía en la cartera donde tuvo deslucido desempeño.

.Guerra: general Gregorio Vélez, salteño.
.Marina: alte. Juan P. Sáenz Valiente, porteños, estos dos de la confianza del Presidente. Programa de Peña,       El nuevo Presidente proviene del círculo político que reconocía en Carlos Pellegrini a su líder natural. La mirada política de este grupo “progresista” del Régimen, era el que el “Gringo” había expresado en las discusiones de 1906. Había que adecuarse al hecho que los inmigrantes estaban produciendo en el país, y evitar que la nación se desbordara siguiendo a los radicales y a los anarquistas. Dando elecciones libres, le quitarían a Yrigoyen sus mañas, y el pueblo, agradecido, se volcaría al oficialismo.    Sáenz Peña creía, como sus correligionarios Figueroa Alcorta, Ramón Cárcano, Estanislao Zeballos, Indalecio Gómez y Victorino de la Plaza, que Yrigoyen se había ganado el favor popular haciendo el papel de víctima y de perseguido, que en la multitud, siempre genera simpatías. Quitándole los motivos de su retraimiento pondrían al Radicalismo en una difícil disyuntiva.    Pero ante todo, Peña creía que los radicales no eran muchos más que Yrigoyen y su grupezco. Dando la ley electoral que garantice los comicios limpios, el pueblo se volcaría agradecido hacia las eminencias del Régimen, que tanto habían labrado para ubicar al país en el sendero del progreso y las relaciones internacionales. Acaso Yrigoyen mismo pensara similar.    Sáenz Peña asume el 12 de octubre de 1910, en medio del sigilo porque parece que los radicales quieren darle un golpe revolucionario. Ha tenido que reunirse con Yrigoyen asegurándole que la Ley Electoral va ir por los canales ordinarios. Don Hipólito, su amigo de otros tiempos, le ofrece el concurso radical si desaloja a los gobiernos provinciales mediante intervenciones nacionales y ratifique su postura popular. El Presidente prefirió mantener todo como estaba, si íbamos tan bien, y el dirigente radical abandonó la reunión, dando un manifiesto saludando la llegada del nuevo gobierno. Era una tregua en tiempos difíciles,    La gestión de Peña se vio entorpecida por tres hechos: Las vicisitudes del programa electoral, la gran Guerra y la frágil salud del Presidente. La honradez de don Roque acompañó una etapa de crecimiento económico, acompañada por buenos balances del comercio exterior, persiguiendo los episodios de corruptela oficial siempre presentes en los gobiernos del régimen. El descubrimiento del petróleo en 1907 le dio también una chance para definir su nacionalismo económico creando la “Dirección General de Explotación del Petróleo”, antecesora de YPF. Llamó a realizar el tercer censo nacional, y cuatro mil maestros impartían clases a un millón de jóvenes. Pero había algunos rasgos oligárquicos que lo perdían: Su ministro Carlos Saavedra Lamas quiere reformar la política educativa, mandando a los pobres a formarse como obreros especializados y a los hijos de la gente bien a las Universidades para recibirse como profesionales.     Al mismo tiempo, heredaba de la gestión de Figueroa, el conflicto con Brasil propiciado por la torpeza de Zeballos. ¿A quién mando a recomponer relaciones, tomando en cuenta que ‘todos los míos’ son antibrasileros?, se habrá preguntado el Presidente.  Al general Roca. Hondas diferencias los separaban desde siempre, pero en primer lugar estaba la Nación. Y deponiendo viejas querellas, el anciano Zorro se prestó al ofrecimiento presidencial, solucionando un conflicto que pudo empantanar la gestión de Roque. Un aplauso patriótico a ambos.  La ley electoral, El Presidente consiente que deben existir dos grandes partidos, que deben cumplir el papel de oficialismo y oposición, alternándose en el gobierno. Descree del papel de las minorías, no siempre representativos de los intereses generales del país. Para él, los dos grandes partidos sabrán absorber las iniciativas de los pequeños. Se maneja como un Presidente por encima de las diferencias partidarias, por el bien de todos, como decía su querido José Martí. La vía electoral era su obsesión, aunque las eminencias del régimen le hacen la vida imposible:  La oligarquía, fiel a su soberbia social acostumbrada, no quiere darle el brazo a torcer: Al país lo deben gobernar sus mejores pensantes y de alta ubicación social. Cederle el voto a las grandes masas ignorantes e incultas, era poner al país en la senda del desquicio. Lo mismo que se piensa hoy en día, pero por parte de la clase media, que quiere negarle el voto a los negros de las villas, que por el pan y el vino, y algo más también, siempre votan mal. En aquella época, votar mal era votar a Yrigoyen; Hoy al seudo-peronismo que pulula en el país,  Se dirigen despectivamente contra el Radicalismo: “El encumbramiento de la hez y de la chusma, la supremacía de los analfabetos sobre el hombre instruido”; “El imperio de los inferiores con los consecuentes peligros que surgen de sus defectos morales”    Yrigoyen, parece hacerles el juego a los oligarcas. Él era un revolucionario, más que un demócrata en el sentido electoral de la palabra; Se debían remover de su seno, todos los elementos que causaban el pesar de las instituciones constitucionales. Por eso les insiste a Figueroa y a Peña con intervenir armadamente las provincias, llamar a elecciones limpias (que les darían el triunfo a sus correligionarios) y renovar al Estado con la inclusión de las capas medias y populares de la Nación. Peña era reformista, pero no radical. Y si quiere la Reforma Electoral, es porque es un hombre de bien, y confía en que los nuevos y limpios votantes dejarán varado a los radicales para volcarse al Saenzpeñismo. Así los tantos, se fue al Congreso a ratificar sus promesas electorales:    Su ministro del interior, Indalecio Gómez, debe lidiar con el troche y moche de la oligarquía. El diario de los Mitre, La Nación, le hace la vida imposible; La Prensa, órgano liberal y progresista, le da su apoyo desde sus páginas. Saca con lo justo las Leyes de Enrolamiento General y Padrón Electoral. Empiezan los debates por la Ley Electoral, que pretende establecer el voto secreto y obligatorio y la representación de las minorías.     Empiezan los riflazos, Marco A. Avellaneda, pariente del ex presidente, denuncia a la ley como antidemocrática e inconstitucional: “significa una ofrenda de paz a un partido que vive conspirando”. Y no quieren dar el voto obligatorio, prefieren el calificado, que se expresa en la Constitución alberdiana.    Gómez mueve cielo y tierra. Sáenz Peña llama uno por uno a los legisladores amigos, y les obliga a personalizar el voto. El debate se alarga y la barra del Congreso presiona a los que votan en disidencia. Gana el gobierno, y el Presidente podrá decir, con orgullo: La nueva ley aporta dos innovaciones substanciales: la ley incompleta y el voto obligatorio. No nos equivoquemos, sin embargo. Ni la ley, ni el sistema son una finalidad: son apenas un medio. He dicho a mi país todo mi pensamiento, mis convicciones y mis esperanzas. Quiera mi pueblo escuchar la palabra y el consejo de su primer mandatario. Quiera votar”. Los radicales se relamen, y el oficialismo se rompe en dos:    Al calor gubernamental, se forma el Saenzpeñismo, conducido por el ministro Gómez, aunque herido de guerra tras los debates. Son los juaristas y pellegrinistas del pasado en el presente. Los ‘roquistas’ se sustentan en las provincias, manteniendo su fortaleza, pero sin dirigentes nacionales de altura. Se habla ya, de las elecciones presidenciales de 1916.  En el Radicalismo,  a oportunidad se presenta plausible para las boinas blancas, pero Yrigoyen se opone. Inexplicablemente, se opone, generando un durísimo debate interior.  No quiere abandonar la abstención, porque el ingreso en el campo electoral, es un truco del Régimen para sobornar el temperamento de los radicales. Pero las mayorías quieren participar en las elecciones porque ven la posibilidad de gobernar y cambiar las cosas desde adentro del sistema. El grupo azul encabezado por Melo, Ortiz, Gallo, Alvear, y conspicuos yrigoyenistas como Caballero, Crotto y otros lo presionan para que acepte. E Yrigoyen acepta, no muy del todo convencido, saliendo en campaña[1]. Sus apariciones, congregan multitudes. Pero él no aparece, y apenas muestra la cara. Es el “escondido”, el animal pampeano oculto de la humanidad: el “Peludo”. El apodo despectivo le quedará para siempre, como mote de guerra.    En Santa Fe, obierna la provincia del Brigadier, el anciano Ignacio Crespo, un hombre de bien, que cede la administración del gabinete en el nieto del fundador provincial, también llamado Estanislao López, y abogado de profesión. Se alineaban con el Saenzpeñismo. Pero los caudillos provinciales del Roquismo, Freyre, Leiva y Echagüe, le hacen la vida imposible desde la legislatura. Crespo clausura ésta, y solicita la intervención nacional. El Presidente nombró a Anacleto Gil interventor y se llamaron a elecciones bajo la vigencia de la nueva ley.   Los radicales, presentan candidatos, recién levantada la abstención. Su fórmula es Menchaca-Caballero, dos médicos de prestigio local. Don Hipólito no confiaba en los radicales de Santa Fe, desaparecidos físicamente los Candiotti, Núñez y Chiozza, sus lugartenientes mejores, y prefería acompañar la candidatura de De la Torre, quien rechazó altivamente. El rosarino de difícil trato, había fundado la Liga del Sur para defender los derechos rosarinos, e iba con fórmula propia a la gobernación. Los roquistas forman el partido de la Coalición. Estanislao López, el Constitucionalista, pero se vuelca a favor de los radicales.  De la Torre denuncia que el interventor violenta la campaña a favor de los radicales. Freyre acompaña su queja. Yrigoyen, en Rosario haciendo campaña, denuncia parecido y al revés. Peña los manda callar cruzándole las denuncias a los tres, aconsejando al interventor Gil no haga lo más perfecto jurídicamente, sino lo más honesto verídicamente. Buena frase que merece mi felicitación al Presidente. Don Lisandro levanta “la bandera de Alem” y de la patria gringa del sur santafesino, que acabará por dar el Grito de Alcorta. Aunque su programa era el mejor de todos, el pueblo santafesino se vuelca masivamente al cuarto oscuro para sostener a los radicales, que deliran de entusiasmo.  Yrigoyen, desahuciado, deja decir Me venció el ensayo y denuncia el comicio como al más indigno de los tiempos (¿?)  En Buenos Aires se deben votar senador y diputados. La Convención Radical porteña le ofrece a don Hipólito las candidaturas que quiera. Pero el “Peludo de calle Brasil” rechaza la distinción, porque las reglas de conducta personal que al respecto he exteriorizado en todas las formas, desde el primer día de la obra a la cual he consagrado la vida le impedían aceptar un cargo para que no se sospechase que su militancia tenía esos móviles. En realidad, se reservaba para el premio mayor.   Elecciones distritales de 1912,  Una semana después de la elección santafesina, y bajo su auspicio, se eligen diputados en Capital, Santa Fe y provincia de Buenos Aires. Además los porteños votaban a un Senador. El roquismo ganó la provincia y los radicales reiteran en Santa Fe,  El país audible y visible espera el ensayo de la política presidencial en la capital, que siempre adelanta lo que pasará en las presidenciales. Las listas porteñas incluyen los nombres más prestigiosos de la política argentina de la historia: acaso en las épocas de Dorrego y Rivadavia; o cuando “crudos” contra “cocidos”; o en los ’90 Alem, del Valle, Mitre y Pellegrini, o la década del ’60 del siglo XX,  la superaban en nombres populares pero ninguna como la de 1912 donde se ponía toda la carne en el asador del pasado, el presente y el futuro:   esulta electo José Camilo Crotto (radical) como Senador Nacional: ¡Desde los tiempos de Alem que los radicales no contaban con uno! Diputados Vicente Gallo, José Luis Cantilo, Delfor del Valle, Luis Rocca, Fernando Saguier, Marcelo Alvear, Ernesto Celesia y Antonio Arraga, por los radicales vencedores; Luís María Drago, el de la Doctrina del mismo nombre, por la Unión Cívica mitrista, Zeballos por el saenzpeñismo, Alfredo Palacios y Juan B. Justo por los socialistas. Las listas estaban integradas también por el escritor Manuel Ugarte, socialista, Honorio Pueyrredón y Octavio Pico, el derechista Manuel Carlés; Mario Bravo, Nicolás Repetto, Enrique Dickmann, Enrique del Valle Ibarlucea, entre los socialistas, que no resultaron electos. a oligarquía va en tropel a quejarse con el Presidente. Que ganasen los radicales, vaya y pase: la mayoría tiene buena alcurnia (Gallo, Alvear, Saguier) pero permitirle a los socialistas inmiscuirse… Sáenz Peña parece darles la razón, porque no culmina el año sin que el oficialismo, con las mañas del pasado, gana el resto del país.   El Congreso se llena de bochinche y se producen los debates parlamentarios más extraordinarios de la Historia Argentina. Y encima, en elecciones complementarias, los socialistas les ganan hasta a los radicales en Capital Federal, el otro senador porteño (Enrique del Valle Ibarlucea a Leopoldo Melo) y suma dos diputados más a su bancada (Nicolás Repetto y Mario Bravo).El país elegante que se hace rico con aroma a bosta se agarra la cabeza. Del Palacio Gubernamental los calman con que nunca la barriada llegará a la Rosada, pero los ricachones están asustadísimos… Ja, ja, ja.[1] Al rosarino Ricardo Caballero, uno de sus pocos amigos, le dirá una de esas verdades maestras de la política: El movimiento de reparación nacional al que ha consagrado sus esfuerzos la UCR, fue concebido para imponerlo y realizarlo por una fuerza selecta y auténticamente argentina. Por eso hemos vivido predicando ese ideal entre grupos escogidos de correligionarios, a los que podríamos haber denominado más bien amigos; cualquier finalidad práctica, cualquier deseo de medro personal, no tenía hasta ayer cabida entre nosotros.Ahora que ustedes han obtenido autorización para concurrir a comicios, transformando la abstención y la conspiración en militancia política, sepan que la manera de actuar es totalmente distinta. La necesidad de triunfar requiere desde luego el número, y no podemos elegir los hombres como lo hemos hecho hasta aquí. Ya no podremos reposar nuestro pensamiento en el regazo de comunes sueños, porque en las reuniones que van a realizarse en adelante, encontraremos hombres movidos por finalidades prácticas, por recónditas ambiciones personales y tendremos que marchas por las calles llevando de un lado al hombre de intención más pura y del otro a algún pillo simulador y despreciable. Esto lo impone, lo exige, la lucha electoral en la que van a mezclarse. Pero no dejen que en las apasionadas luchas de interés, se consuma del todo la idealidad que nos ha mantenido hasta hoy: Trancen lo menos que puedan con la realidad. Con esa claridad meridiana que lo caracterizaba, había dado en la tecla del significado de la militancia política y la contienda electoral.

sábado, 27 de enero de 2018

Sobre el 19 y 20 de diciembre del 2001

Por Alejandro Pandra

Al mediodía del 20 de diciembre de 2001, Fernando de la Rúa, sordo a las cargas de la caballería policial, a los ecos metálicos que tronaban por doquier y a los estallidos incontables e incontenibles alrededor de la Casa de Gobierno, intentaba reordenar su gabinete, caído ya en desgracia estrepitosa el mito del superministro salvador, Domingo Cavallo.  Todo parecía -¡y vaya si lo era!- un disparate.
Finalmente, De la Rúa firmó su renuncia después de las siete de la tarde. Según su propia confesión, toda la vida se había preparado para ejercer la presidencia del país. Pero el cálculo no fue feliz.  Sólo un par de años antes había sido elegido por el 48,5 por ciento de los votos, disfrutaba del 70 por ciento de imagen positiva y encarnaba una esperanza de cambio genuina, que como para demostrar la naturaleza efímera del poder, terminó en bochorno entre el hartazgo popular, el caos, los saqueos, los cacerolazos, las protestas masivas y un trágico tendal de muertos, varios a escasos metros de la Casa Rosada. 
En tan poco tiempo, aquel tipo alto, imponente, atildado, majestuoso, acartonado y solemne era otra persona, ausente, tambaleante, sombría, vencida. 
Mientras la sociedad bullía, la representación de todos los partidos políticos mostraba sólo signos de esclerosis múltiple y de una esterilidad irreversible de nuevos liderazgos. 
Los presidentes se irían sucediendo sin solución ante la crisis. 
Muchos millones de argentinos dejaron de pertenecer a la clase trabajadora, y otros muchos millones dejaron de pertenecer a la clase media, para hundirse en el limbo confuso de los desclasados.  Golpeadas profundamente en sus márgenes, estas clases, las más lábiles y activas del cuerpo social, poco a poco se irían replegando, ahogadas por una expansión alucinante de la desesperanza.
La proliferación de asambleas barriales y de piquetes reveló la existencia de un nuevo y vigoroso interés participativo. 
En cada esquina se discutía todo, desde los problemas nacionales y globales hasta uno concreto y cotidiano del barrio o del pueblo. 
Pero el auspicioso movimiento fue perdiendo fuerza, por la dificultad para encontrar una fórmula que, más allá de la bronca y la protesta, articulara tantas voces y opiniones.
No se encontró de inmediato la forma política de encauzar el proceso. 
La experiencia remitía a otras etapas de entusiasmo participativo, en la primera mitad del siglo XX.  Al iniciarse el mismo, en las barriadas de poblamiento creciente y reciente de las grandes concentraciones urbanas, brotaron como hongos las sociedades de fomento, las bibliotecas y los clubes, que cumplieron un papel fundamental en la construcción de la nueva sociedad y en la formación cultural del pueblo, creando redes, formas de convivencia y maneras de mirar el mundo y la vida. 
Pero recién cuando de la mano de la ley Sáenz Peña el país ingresó en la etapa de la democracia de masas, el proceso social iba a culminar con el radicalismo yrigoyenista, que tradujo a términos políticos el nuevo escenario nacional.
Algo similar ocurrió de 1943 a 1945 con las consecuencias sociales y culturales de la incipiente industrialización y de la concentración de “cabecitas negras” en las grandes ciudades.   También se iba a definir el proceso cuando el 17 de Octubre parió al peronismo, que a su vez encarnó la resolución política del problema argentino. 
Queremos decir que, en cualquier caso, la voluntad de participación y la movilización de todos los estamentos activos de la sociedad, con ser condiciones necesarias de una práctica democrática sana, no fueron ni son suficientes. 
A ellas hubo que agregarle fórmulas políticas e institucionales adecuadas para dar una respuesta a la crisis.  Liderazgos.